Hace cuatro años, el 2017, se recordaba el centenario del nacimiento de Juan Rulfo (1917-1986). Pero este jueves 7 de enero de 2021 es otra fecha que nos hace recordar al autor mexicano: se cumplen 35 años de su muerte. Y la muerte, como saben sus fieles lectores, marcó su obra en la forma de concepto, idea y metáfora de todo acto humano. El poder transformador de lo efímero enriqueció su mundo representado.
Para muchos bastaron su libro de cuentos “El llano en llamas” (1953) y su novela “Pedro Paramo” (1955) para trascender en el tiempo, pues se convirtió así en el pionero del “realismo mágico” latinoamericano. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo…”, era la frase que muchos de nosotros repetíamos en los tiempos universitarios como una cábala, como un sortilegio para pasar a un mundo de fantasmas y aparecidos, pero también de injusticias y violencia desenfrenada.
Juan Rulfo, el hombre de Jalisco, tímido, parco y culto como pocos, supo imponer su manera de sentir y hacer literatura. Como quizás pasó con Franz Kafka y “La metamorfosis” (1915), Rulfo dejó también en claro su alta calidad literaria con una sola y magnífica novela.
La fama de Rulfo fue previa al llamado “boom latinoamericano” de los años 60, pero todos esos escritores, como fueron Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, entre otros, reconocieron en el mexicano a un maestro. Su estilo sin adjetivos invasivos, su universo literario único, con técnicas narrativas de vanguardia bien asimiladas, era algo que apreciaban esos jóvenes o hermanos menores del boom.
Rulfo fue la prueba viviente de que los grandes males o problemas de nuestro continente: el hambre, la miseria, la injusticia, la explotación, pero también sus vitalidades como la alegría y la pasión podían transmitirse artísticamente con el poder de la palabra, de las estructuras narrativas que formaban un mundo propio, simbólico, de una convicción artística admirable.
Ese fue Rulfo para los escritores que lo siguieron a pesar de las modas literarias que desde esos años 60 se impusieron en el mundo literario contemporáneo. Quizás cayó en el silencio literario muy pronto, pero eso es algo que ningún escritor puede determinar como cuando determina a qué hora levantarse o acostarse.
El artista mexicano era antropólogo y amaba también la fotografía; temas que lo absorbieron tanto como la literatura. Como todo creador tuvo proyectos que se quedaron a medias o cayeron presos del perfeccionismo artístico (que nunca termina), como en el caso de “La cordillera”, un supuesto proyecto de novela que nunca vio la luz.
Sobre este último tema, algunos dicen que el escritor quemó los originales. No sabemos si fue así. De todas formas, falso o verdadero, la sola idea de estar escribiendo algo atenuó seguramente la ansiedad de sus lectores por leer algo más de él. Y Rulfo lo sabía.
Cuando el 7 de enero de 1986, Juan Rulfo falleció en México, se dijo mucho de él: palabras más, palabras menos, pero fue Ernesto Sábato quien dio en el clavo: “Le bastó a este extraordinario creador publicar un par de pequeños libros para asegurar su permanencia en la historia de la literatura universal, probando que no es la cantidad de volúmenes lo que cuenta, de lo contrario sería más importante Agatha Christie que William Shakespeare”, dijo el escritor argentino.
Rulfo murió a los 68 años, cuando ya era mundialmente famoso. Y así lo sintieron en su país, con un orgullo que nacía de la tradición, de la estética verbal y de la realidad que se veía reflejada aunque bajo el matiz de una mirada creadora. Su compatriota, el escritor Carlos Fuentes dijo, tras conocerse el deceso: “Rulfo escribió la más hermosa novela que se ha escrito jamás en México. El realismo se convierte en poesía y mito. Fue un amigo extraordinario, un hombre de sabiduría y humor socarrón, pegado a la tierra. Nadie pudo continuar su obra. Ni él mismo se atrevió a hacerlo”.
La honestidad intelectual de Rulfo era incuestionable. Meses antes de su muerte, en julio de 1985, declaró con la máxima lucidez de un octogenario que sabía que se acercaba el fin: “La literatura es una forma de mentira para decir la verdad. Ahora claro, hay una diferencia entre la mentira y la falsedad”.
Juan Rulfo era un hombre que huía de la exposición pública; sus amigos y familiares han contado mil y una anécdotas sobre cómo se escabullía para evitar a los reporteros; escondiéndose en pasillos, bajando por escaleras o puertas de emergencia de los hoteles; todo valía para evitar “declarar”, como si la vida, pensaba, se redujera a solo las palabras que muestran los medios de comunicación.
Y es que para el hombre que había recibido el Premio Xavier Villaurrutia (1956) y el Premio Nacional de Literatura (1970) en México, y el Premio Príncipe de Asturias en España (1983), más valor tenía una frase escrita en la soledad de su cuarto que la que podía registrarse en una grabadora.
Autor: CARLOS BATALLA
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Publicado en Perú 21